Ojos negros

La primera vez que vi al perro fue tras el funeral de mi abuelo. Se sentó al principio de la cuesta que lleva al cementerio y nos miró. De morro largo y orejas tiesas, su pelaje espeso y oscuro le daba un aspecto salvaje. Salió corriendo en cuanto nos vio cruzar la verja.

El tañido de las campanas quebraba el peso de una mañana nublada de luto mientras el pequeño cortejo se deshacía por entre las calles del pueblo. Algún lamento quedo selló el adiós a un hombre cuyos últimos días habían sido consumidos por la enfermedad y la amargura de una búsqueda inacabada.

Regresé a casa con mi familia bajo la silenciosa mirada de muros de piedra y ventanas vacías. Tampoco hubo palabras cuando nos recogimos en la penumbra del salón y la pena me resultó insoportable. Bajé a la cocina para salir al prado que se extendía tras la casa de mis abuelos con la esperanza de que la visión de los viejos montes que se extendían frente al pueblo me brindara algo de consuelo.

Apoyado en la valla que cercaba el terreno dejé vagar la mirada por los bosques que se derramaban por las laderas, pensando que quizás solo aquellos árboles sabrían qué tornó oscuros los últimos andares de mi abuelo. Aquellos días en mi cabeza apenas eran una tarde de imágenes y sensaciones en la que su voz llamándome en el bosque era lo único que me parecía cierto. Recordando paseos por las largas y tranquilas sendas de agosto, mis dedos acariciaron su vieja cinta de cuero, ceñida en mi muñeca desde que me la diera cuando le dije que quería ser pastor como él, con una larga vara y un perro listo que buscara las ovejas perdidas.

La puerta de la cocina se abrió y mi padre salió frotándose los ojos. Sin mirarme siquiera se apoyó en la vieja valla y clavó la mirada en los montes. Durante unos instantes permanecimos uno al lado del otro escuchando el rumor del viento sobre los campos.

—Vuelve a casa, Javier —dijo— . Por favor.

Antes de que pudiera yo responderle, su rostro se quebró en un llanto silencioso y no me atreví a consolarlo. Volví sobre mis pasos, incapaz de permanecer junto a su dolor, y salí a dar un paseo.

Seguí la calle que discurre frente a la casa para internarme en el corazón del pueblo. Todo parecía extrañamente lejano y silencioso. Por un momento pensé que aquella ya no era la estampa que tantas veces había recorrido de niño.

Tras un quiebro la calle se dividía, y allí, en la encrucijada, vi por segunda vez al perro.

Sentado, tranquilo, me observaba con las orejas tiesas y la cabeza alta. Su mirada me atrapó y sentí hundirme en el negro de sus ojos, como si hubiera caído sobre mí la noche. Turbado, intenté alejarme por el camino de la derecha, hacia la plaza, pero el perro se levantó y se colocó frente a mí. Cuando intenté rodearlo se interpuso de nuevo.

Miré en derredor, pero nadie había allí que pudiera decirme de quién era aquel perro. Un ladrido me hizo volver la vista y sentí su mirada atravesarme y tirar de mí, y cuando el animal embocó la calle que descendía por la izquierda una sorda necesidad me empujó a seguirlo.

El camino pronto dejó atrás las casas para tornarse una senda pedregosa que descendía quebrada entre pequeños huertos y muros desvencijados. Hacía años que no iba por aquella parte del pueblo y por un momento sentí regresar a la infancia. Sin embargo, ya no era mi abuelo quien abría la marcha, sino aquel extraño animal de mirada profunda y aspecto salvaje.

Alcanzamos una pista que discurría junto al río que bordeaba el pueblo, y tras asegurarse de que caminaba detrás de él, el animal me condujo con un trotecillo perseverante hacia la sierra. Abandonamos el camino bajo la mirada de los montes, y cruzamos con decisión uno de los campos que alcanzaban la linde de los bosques.

Me detuve para buscar la casa de mis abuelos y con facilidad logré distinguir la silueta de mi padre apoyado aún en la valla. Lo saludé con la mano pero no pareció verme. Un ladrido me hizo volverme. De pie entre la maleza me observaba paciente el perro, y en cuanto vio que lo seguía reemprendió la marcha hacia el interior de la espesura.

Entre árboles y matorrales nos internamos en la húmeda penumbra de una foresta llena del aroma fresco de los pinos. El animal me conducía determinado hacia lo alto, y aunque no conocía aquella zona no dudé en seguir su senda.

De improviso, apareció un despeñadero tras la maleza y hube de detener mis pasos. A mi lado, el perro alzó la cabeza y me miró. Quise marcharme, pero supe que no debía. Me asomé y pude comprobar que tras una difícil bajada el barranco se desmoronaba en un roquedal cubierto de maleza, desde donde me alcanzó un olor desagradable. El perro ladró.

Comencé a descender con cuidado, ayudándome con las manos, hasta que alcancé un peñasco más seguro desde el que busqué cómo continuar. Fue entonces cuando vi algo entre los arbustos que se apiñaban al pie del barranco.

Descendí inquieto, lanzando miradas fugaces a la sombra que ya divisaba entre la maleza. Parecía un animal, pero, ya muy cerca, distinguí entre las aliagas la palidez de una mano conocida. Impaciente, alcancé el fondo de un salto, me aproximé para hacer a un lado ramas y zarzas, y un olor nauseabundo me golpeó. Mis ojos toparon entonces con el cuerpo de un joven roto contra las peñas.

El perro ladró en lo alto y al alzar la vista me encontré, de nuevo, con sus ojos negros.

Tragué saliva y descubrí el brazo del cadáver. El frío llenó mi pecho y quedé sin aire. Ciñendo aquella muñeca muerta reconocí la vieja cinta de cuero que recibiera de mi abuelo.

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