El viejo arte de viajar

Son los pequeños detalles los que dan vida a una historia. Trazos que componen lo cotidiano para dibujar con riqueza un mundo en el que poder sumergirnos. El viaje puede ser una forma muy expresiva para que desde la oposición el autor exponga la cotidianidad que ha construido, pues tradicionalmente nada ha sido más diferente a lo ordinario que viajar, y bien aprovechado, puede constituir una oportunidad para que escritor y lector se encuentren en la contemplación de una dimensión más rica de la narración y su escenario.

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Los personajes de La estrella se alza en el cielo han crecido en torno al fuego del campamento

Aprovechar esta ocasión es algo que el autor debe decidir en función del destino y ritmo de su historia, pues pocas cosas hay más frustrantes que las pausas mal administradas. Sin embargo, aunque hoy día casi está mal visto dar aire a la narración para que crezca en la descripción del ambiente y las costumbres, los viajes constituyen una singular forma de profundizar en los personajes y sus circunstancias. Aun sin ser trepidante, el viaje ha sido tradicionalmente una aventura. Esto es aún más cierto si tenemos en cuenta que hasta hace no mucho desplazamientos que hoy nos cuestan horas requerían días en el mejor de los casos. Siempre podemos ser prácticos y decir que los personajes van de aquí a allí, pero cuando no había ni coches ni trenes, cuando el mundo era más salvaje y, de alguna manera, más estimulante, viajar implicaba afrontar un tiempo y unos desafíos que en manos de un escritor bien dispuesto pueden convertirse en un valioso recurso narrativo.

La semana pasada ya comentamos que el viaje reviste una especial importancia en las historias de aventuras y fantasía, pues el traslado físico posee resonancias más profundas. Ello puede deberse al sustrato mítico de algunos géneros pero, en mi opinión, también influyen las dificultades y los condicionantes que han rodeado tradicionalmente a los grandes viajes. Es en este último aspecto en el que vamos a centrarnos esta semana, tratando de ofrecer algunas pinceladas e ideas que puedan ampliar la perspectiva de autores y lectores.

¿Podríais imaginar cómo sería vuestro próximo viaje a la playa si no contarais con más transporte que un carro de madera y os requiriera hasta dos semanas de vuestras vacaciones?

Viajar era otra cosa

Hasta que los siglos XIX y XX no acortaron las distancias con inventos como el tren, el barco de vapor, el coche y el avión, viajar trastocaba totalmente la vida de una persona. Actualmente, tenemos tal capacidad de transportarnos que prácticamente en un día podemos alcanzar cualquier parte medianamente accesible del mundo. En estas condiciones el traslado se ha convertido en algo anecdótico, un inconveniente necesario para alcanzar nuestro destino. El progreso ha cambiado la experiencia misma de viajar: es más seguro y accesible y, quizás, menos estimulante.

Aunque desde el Imperio Romano hasta la Revolución Industrial ha habido importantes avances en los medios de transporte y vías de comunicación de la mano de las transformaciones sociales y políticas, en lo sustancial, viajar siempre ha planteado los mismos desafíos. El principal; el tiempo. Obviamente, los medios tradicionales de transporte requerían, por decirlo de alguna manera, paciencia. Más adelante daremos algunas cifras de distancias y plazos, pero si la cercana peregrinación aragonesa a las costas tarraconenses fuera a pie costaría cerca de dos semanas sólo ir y volver; la mitad de las vacaciones de más de uno. Por otro lado, si nuestros dirigentes tuvieran que gastar en torno a un mes para ir a Bruselas, además de que las dietas estarían más justificadas, seguramente se mostrarían más resolutivos.

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D. Teniers – Escena de taberna (1658)

Obviamente, si cualquier viaje digno de tal nombre requiere varios días, la cuestión de la intendencia cobra una nueva dimensión. Dormir y comer son necesidades relevantes en cualquier época, imperfecciones connaturales al humano medio, sea real o de ficción. No obstante, es cierto que actualmente tenemos tanta oferta y facilidad para trasladarnos que no tenemos necesidad de hacer noche en el camino o portar nuestras propias provisiones. Hubo un tiempo en el que aún se veían bocadillos de la abuela en los apartaderos de las carreteras, pero ya sea por dinero o por pereza, se han extinguido por la feroz depredación del bocadillo de 5€ de las estaciones de servicio.

El vil metal siempre ha hecho más sencillo y flexible satisfacer nuestras necesidades y, del mismo modo que hoy, con algunas monedas se podía en el pasado conseguir comida y alojamiento. Sin embargo, actualmente no tenemos la necesidad de viajar con todo nuestro presupuesto en metálico, pues en las sucursales de nuestro banco podemos sacar el dinero que necesitemos de nuestra cuenta en cualquier lugar. ¿Qué se hacía antes de que al hombre medieval se le ocurriera esta solución? Así es, se viajaba con todo el dinero encima. Imaginad el riesgo que suponía esto cuando, además, se emprendía un largo viaje con una gran cantidad de metálico para realizar algún negocio importante.

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En La estrella se alza en el cielo, si Ahesshaye y Iemnêril no se hubieran hecho con un guía no habrían llegado muy lejos en los desiertos de Noshahum.

Esto nos lleva a una cuestión importante: la seguridad. En líneas generales, podemos decir que actualmente vivimos en un mundo bastante organizado, en el que un poder público más o menos reconocido y más o menos eficiente se ocupa de que exista un orden que sin duda el viajero medio agradece. Pero, ¿y si fuera imposible garantizar su seguridad? Ha habido épocas de nuestro pasado que han exhibido una notable organización que se ha traducido en un sistema de comunicaciones fluido y eficaz, pero aun la organización más efectiva se encuentra limitada por los medios técnicos disponibles. Hoy, ante cualquier incidente es posible acudir en socorro de los afectados y en la búsqueda de los culpables con bastante rapidez y fiabilidad, pero cuando la información depende de lo que ven los ojos y escuchan los oídos, y la velocidad depende de botas y pezuñas, la cuestión es algo más precaria. En un contexto semejante la seguridad se convierte en un factor que puede determinar los planes de viaje, pues todo el mundo, sea real o de ficción, tiende a apreciar su pellejo. La necesidad aviva el ingenio, y ante la carencia de medios los viajeros ponían todo de su mano para asegurarse una travesía segura: hacerse con información actualizada, escoger rutas más seguras en función del tiempo y el dinero, viajar en grupos, conseguir equipo o protección, confiarse a un guía…

Así pues, resulta fácil comprender que en el pasado quien viajaba tenía un buen motivo para hacerlo, ya fuera un negocio rentable o la necesidad de trasladarse en busca de fortuna. No obstante, pese a que en épocas como la antigua y la medieval encontraríamos una sorprendente cantidad de habitantes de los caminos, lo habitual era que las personas concentraran su actividad a no más distancia de lo que pudieran cubrir en un día. En sociedades tan arraigadas a la tierra, quien se veía en la obligación de viajar se distinguía socialmente por ello, generalmente para mal, pues los condicionantes que hemos comentado hacían que el viajero viviera prácticamente en el camino, sin hogar, desarraigado y ajeno a una comunidad; siempre forastero.

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Representación de Roman de Fauvel (inic. S.XIV). Los juglares y compañías teatrales medievales eran grupos itinerantes que gozaban de popularidad y mala reputación. (Fte. Tourisme Deux-Sevres)

Considerando resumidamente todas las implicaciones que ha tenido en el pasado, es fácil imaginar que el viaje ofrece una gran cantidad de recursos para el escritor y puede convertirse en algo muy evocador a ojos del lector. Es cierto que nuestro modo de vida puede hacernos difícil encontrar nada de interés a pasar dos semanas a lomos de un caballo, pero si hacemos el esfuerzo de ver en el trayecto no sólo un medio sino también un fin, podremos encontrar muchos matices a la hora de escribir y leer historias. Como somos hijos de nuestro tiempo y la mayoría de las obras de fantasía se inspiran en contextos preindustriales, queremos ofrecer a continuación algunas consideraciones sobre el viaje por tierra y mar en la Antigüedad y la Edad Media para ofrecer algunos recursos que permitan valorarlo como una realidad más rica de lo que parece.

El polvo del camino

Sin duda, viajar por tierra ha sido el medio más común y esforzado para trasladar personas y mercancías. Sin embargo, a la hora de valorar los viajes terrestres nos encontramos con una pequeña paradoja: si bien fueron los más sencillos y accesibles (caminar, en principio, no reviste una especial complejidad), por su dependencia de las infraestructuras fueron más sensibles a las condiciones sociales y políticas.

Antes de entrar en detalles, quizás sea útil, para tomar conciencia de los desafíos de los viajes terrestres, hacer una breve mención a la capacidad y las limitaciones de los medios tradicionales de transporte terrestre: pies, pezuñas y carros. A la hora de viajar, de manera general se aprovechaban las horas de luz, y siempre en función de la disponibilidad de buenos lugares para hacer noche, por lo que no basta con pensar en una cantidad fija de horas de viaje al día. Por ello daremos unas distancias aproximadas.

  • A pie, considerando una velocidad de unos 4-5km/h, podrían realizarse en una jornada unos 30-40 km.
  • A caballo. De manera general, un caballo puede cargar unos 100kg sin que se vean mermadas sus aptitudes, por lo que sería capaz de recorrer en torno a 50 km por día. No obstante, si fuéramos insensibles a los padecimientos de nuestro compañero, aún podríamos hacerle tirar de un carro cargado con hasta 400kg y que fuera capaz de recorrer 30km por día aproximadamente. Por otro lado, un caballo es capaz de galopar por tiempo limitado hasta a 65km/h.
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Calzadas del Imperio Romano (Fte. La Alcazaba)

Más allá de los medios de transporte, un elemento esencial son las vías, y si volvemos la vista sobre nuestra propia historia, Roma, cuyo sistema de calzadas fue un auténtico hito, nos enseña la incidencia del poder público en las comunicaciones e integración de los territorios. Aquél fue en origen un sistema pensado para el rápido movimiento de tropas pero, obviamente, influyó muy positivamente en el comercio y las comunicaciones del Imperio. Articulado en torno a las ciudades, auténticos nudos del sistema político y administrativo, el sistema de calzadas romano fue capaz de unificar y atar bajo un solo poder un territorio que llegaba desde Sevilla hasta Jerusalén.

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Vía Apia de Roma (Fte. Fronteras)

Este sistema de calzadas contaba con una serie de vías principales empedradas que unían las principales ciudades, en torno a la que se articulaban otras vías menores, dando forma a una red bastante fluida de caminos. Estas infraestructuras eran pagadas y mantenidas por el estado mediante funcionarios específicos y el cobro de algunas tasas por su uso, pero también colaboraban las ciudades y aun los propietarios de los campos por los que pasaban. Gracias a esta red en el Imperio se podían acometer jornadas de entre 30-60km al día (según se fuera andando, a caballo o en carro), e incluso de 250 km en el caso de los correos (jinetes expertos que cambiaban sus caballos en una serie de postas dispuestas a lo largo del recorrido). En líneas generales, en el Imperio Romano podían cubrirse unos 1000 km en 4-6 semanas.

«Los puestos de guardia con el sempiterno estandarte del águila se sucedían de manera casi tediosa, y aunque la carretera se iba tornando más y más tortuosa, el buen hacer de los ingenieros herthnareses permitía que su avance nunca se detuviera, fuera cual fuera el obstáculo que hubiera de salvar».

Êrhis I. La estrella se alza en el cielo.

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Albergue romano (mutatio) [Fte. Valtolla’s blog]

Más allá de las calzadas propiamente dichas, la organización y el mantenimiento del sistema viario romano comportaba otro tipo de instalaciones y servicios, desde puentes y túneles hasta estaciones de descanso, pasando por templos y monumentos que permitían al viajero encomendarse a la protección sobrenatural. Particularmente interesante resulta el apartado de los albergues, pues era el propio estado el que pagaba algunos de ellos, encargando a un funcionario su atención y mantenimiento, y que ofrecían servicios como descanso, comida, establos e incluso reparación de vehículos. Junto a estas instalaciones oficiales proliferaron otras de carácter privado que ofrecían diversos servicios según el tipo de clientes, pero en caso de que el viajero no hallara sitio, siempre podía encomendarse a la hospitalidad de los vecinos y pasar la noche en alguna habitación o establo.

Frente a este sistema tan centralizado y funcional, nuestra Edad Media nos ofrece el ejemplo contrario, una época en la que, precisamente, la debilidad de los poderes públicos afectó a las comunicaciones. Como si de reliquias de otro tiempo se trataran, durante siglos las grandes vías siguieron siendo calzadas romanas que se conservaron gracias al uso. Frente a la globalización romana, durante largo tiempo el mundo medieval estuvo mucho más fragmentado y cerrado sobre sí mismo, lo que determinó un sistema de comunicaciones mucho más local, fundado en una multiplicidad de pequeños caminos que, de una manera capilar, podían relacionar unos territorios con otros. De alguna manera, cualquier lugar transitable podía ser un camino, pero la ausencia de un poder central y la multiplicidad de pequeñas jurisdicciones (nobiliarias, urbanas o eclesiásticas), dificultaban las comunicaciones, pues se solía desatender la responsabilidad de mantener las vías y la multiplicación de tasas (entrar en territorios, ciudades, uso de puentes, carreteras…) encarecía los viajes y el comercio. Sí, aun en los tiempos en los que la imperfección dejaba campo libre a la libertad había alguien dispuesto a cobrar impuestos.

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Peregrinos en Roma en el Jubileo de 1300 – Crónicas de Giovanni Sercambi  (1400 ca.) [Fte. New York Times]

Estas dificultades añadidas a los desafíos propios del viaje no desalentó los traslados, al contrario, pues en cierto modo el mundo medieval destacó por una extraordinaria movilidad. Las dificultades técnicas en un mundo fragmentado hicieron que los reyes hubieran de estar en constante movimiento para gobernar, los comerciantes no dudaron en hacerse ellos mismos al camino con buenas sumas de dinero para cerrar buenos negocios, artistas y profesionales no dudaban en dejar su hogar para trasladarse en busca de fortuna, no pocos religiosos decidieron vivir de manera errante siguiendo el ejemplo de los apóstoles… Y como entonces fronteras, aduanas y pasaportes, cuando los había, estaban lejos de la eficacia actual, existía cierta libertad para ir y venir, y en cierto modo los caminos del medievo constituyeron otro mundo junto a castillos, monasterios y granjas.

Esta flexibilidad o incertidumbre afectó también a la atención al viajero, pues sin Roma se perdió también la red de albergues y establos del estado. Algunos monarcas trataron de ofrecer estos servicios en la medida de sus posibilidades, pero donde no llegaba la organización alcanzaban las órdenes, y reyes como Carlomagno obligaban a quienes vivieran junto a importantes caminos a atender a los caminantes. Sin embargo, fueron en general las instituciones religiosas las que, a través de hospitales y otras instalaciones, ofrecieron atención y cobijo a los viajeros. Si uno era rey o señor siempre tenía el fiable derecho de albergue, que obligaba a los súbditos a acoger el personaje en cuestión y su séquito; de lo contrario, siempre cabía la posibilidad de dormir al raso.

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Rob Cole en El médico recorre toda Inglaterra junto a Barber para luego viajar hasta Oriente y conocer a Ibn Sina – Imagen: El Médico (2013) (Fte. Mi pequeño mundo)

En estos tiempos aún más inciertos que los antiguos, la seguridad seguía siendo un asunto delicado, pues los viajeros eran presa suculenta para bandidos y salteadores. Para ello no había mejor solución que ir bien equipado y dispuesto y, sobre todo, viajar en grupo. Unirse a una tropa de viajeros siempre ha sido una buena solución para hacer la travesía más segura, y si uno debía viajar lejos con una buena cantidad de mercancía o dinero, entonces nada era mejor que unirse a una caravana comercial. La idea es bien sencilla: un importante comerciante capaz de comprar y poner en ruta mucha riqueza organiza traslados regulares de un lugar a otro con los animales, carros, guías y ayudantes necesarios para que todo discurra con seguridad. A esta comitiva otros comerciantes y viajeros podían unirse pagando una cantidad de dinero; cada uno disponía de un lugar fijo en la comitiva y todos colaboraban en la seguridad (tanto en El médico como en Rey Lobo, de Juan Eslava Galán, hay grandes descripciones de la vida en una caravana).

El ancho mar

Frente a las dificultades y condicionantes del transporte terrestre, desde la antigüedad el mar fue la principal vía de comunicación entre los pueblos. Antes de que Roma hiciera del Mediterráneo su Mare Nostrum, griegos, egipcios y fenicios encontraron en la navegación su principal camino de encuentro e intercambio; puertos, barcos y mareas dieron forma a una suerte de foro internacional que a diferencia de nuestro internet requería algo más de riesgo y esfuerzo.

Porque la mar también tenía sus peligros. En primer lugar la incertidumbre de las aguas, que aún hoy siguen despertando el respeto de quienes viven de ellas y que en la antigüedad despertaban un temor que sólo se podía acallar encomendándose a los dioses. Una vez abandonado el puerto la piratería podía ser un grave problema, y si bien la dominación romana dotó de algo de seguridad al Mediterráneo, con el hundimiento del Imperio y la expansión islámica llegó el terror a los piratas árabes durante buena parte del periodo medieval.

Sin embargo, los beneficios superaron con mucho a los riesgos, y la navegación fue la vía preferida de viajeros y comerciantes para cubrir grandes distancias. De hecho, tradicionalmente, el viaje por mar ha estado dominado por el comercio, pues era la manera más rápida y barata de transportar grandes mercancías: los barcos tenían más capacidad que carros y caballos, el viaje era más rápido y sencillo y las tasas eran menores. Por ello, resulta fácil comprender que las grandes fortunas comerciales durante la Antigüedad y la Edad Media se forjaran principalmente a través del mar.

¿Y qué pasa con los viajeros? Lamentablemente, a diferencia de los cómodos cruceros que hoy día nos pueden transportar con las comodidades de un apartamento de playa, desde tiempos antiguos quien quisiera viajar debía encontrar un barco que transportara mercancías a su lugar de destino, pagar para embarcar (si había sitio) y aclimatarse en la medida de lo posible al trajín del barco, colaborando incluso en las labores de a bordo si fuera necesario. Un auténtico todo incluido. (En Marco el romano, de Mika Waltari, encontraréis una sugerente descripción de una larga travesía marítima). Tampoco era una misión imposible pues, como las ciudades eran foco para el comercio, existían flujos que conectaban los principales centros, facilitando la búsqueda de los viajeros. En épocas particularmente bien organizadas, como bajo la dominación romana, en algunos puertos incluso se centralizaban los embarcos hacia las diferentes plazas en oficinas cercanas a los muelles . Una vez conseguido el billete, sin embargo, nada garantizaba una pronta partida, pues negocios, mareas, vientos y augurios podían retrasar la marcha, una incertidumbre hoy del todo imperdonable y que obligaba al viajero a alojarse en las inmediaciones del puerto para estar al tanto del momento del embarque. ¿Os imagináis a un hombre de negocios esperando varios días en el aeropuerto a ver qué día sale su vuelo?

«La actividad en los embarcaderos no se detenía ni aun con la puesta del sol; las cuadrillas de estibadores cargaban en las galeras mercancías de las caravanas que cruzaban el desierto mientras los comerciantes se afanaban en cerrar los últimos tratos del día y las bulliciosas tripulaciones comenzaban a llenar las muchas tabernas que rodeaban el puerto. Los cuatro anduvieron un tanto perdidos entre el confuso ajetreo, buscando a algún patrón de barco con el que poder comunicarse».

Êrhis I. La estrella se alza en el cielo.

A diferencia del transporte terrestre, el viaje por mar estaba más determinado por los medios técnicos, y los avances en materia de navegación y construcción naviera determinaron el éxito y la evolución de los traslados marítimos. No es nuestra intención entrar al detalle en un mundo tan rico y complejo como el marítimo, pero sí puede ser interesante mencionar algunos tipos de naves y sus virtudes, pues al lector pueden ayudarle a visualizarlas y en manos del escritor pueden ser un valioso recurso para hacer más veraz su relato y construir una determinada imagen. Pocas cosas hay tan expresivas de, por ejemplo, las Guerras Napoleónicas, como los grandes y pesados galeones de guerra.

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Las galeras fueron incorporando cada vez más remeros, alcanzando en época romana hasta 3 y 4 filas (Fte. Roman Wargames Armies)

En el capítulo de las grandes embarcaciones de la Antigüedad podríamos hablar genéricamente de  galeras,  naves de uso bélico y comercial cuyo éxito hizo de ellas el modelo dominante en el Mediterráneo hasta los siglos XIV y XV. Básicamente consistieron en naves alargadas y estrechas, de poco calado, impulsadas por velas y remeros, y que desde las célebres naves negras griegas evolucionaron incorporando un creciente número de remeros que, estimulados con un lacerante programa de incentivos, impulsaban con velocidad estas naves.

En el ámbito nórdico, sin embargo, con brillantes precedentes como el drakkar vikingo, fueron más habituales naves más robustas, redondeadas y de alta borda, que permitían transportar más carga con mayor estabilidad. En este ámbito apareció en el siglo X la coca, una embarcación pequeña, impulsada a vela, cuya estabilidad y menor exigencia de tripulación favoreció su  éxito en las travesías comerciales desde el siglo XII.

Los siglos XIV y XV fueron especialmente interesantes en el campo de la navegación, pues la generalización de los modelos nórdicos y de mejoras técnicas como la brújula, el timón y el perfeccionamiento del velamen, lograron una mejor orientación, maniobrabilidad y aprovechamiento del viento. Ello permitió viajes más largos y seguros gracias a la difusión de nuevos tipos de embarcaciones que también permitieron un mayor y más seguro transporte de mercancías. Muchas de estas naves serían protagonistas en los posteriores descubrimientos, y su perfil en el horizonte se convirtió en muchos casos en auténticas estampas de su época.

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Carraca (Fte. Enseñanzas náuticas)

La carabela fue una nave alta y estrecha, veloz y de gran maniobrabilidad, que se difundió en el siglo XV y que fue clave en los grandes descubrimientos de portugueses y españoles. Las carracas, sin embargo, fueron grandes naves comerciales, apreciadas por su gran capacidad de carga, pero de las que otros desconfiaron por su dificultad de maniobra frente a los temporales. Desde la tradición de las antiguas galeras, y a raíz de la generalización de la artillería y la evolución de la táctica naval, se desarrollaron y generalizaron en el siglo XVI la galeaza y, sobre todo, el galeón, una nave grande y pesada con inigualable capacidad de carga y destrucción.

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Galeón (Fte. Sevillatrendy)

Hemos dicho que una de las virtudes de viajar en barco era la velocidad, pero ¿cuánto se tardaba realmente? Trataremos de ofrecer algunas referencias de tiempos y distancias, pero hay que tener en cuenta que diferentes factores como el viento, el clima o la muerte podían alterar, drásticamente incluso, los planes de viaje. No obstante, ante la imprecisión de la técnica nada mejor que la paciencia, pues si embarcáramos en una coca cualquiera con nuestra idea actual de no perder ni una hora, a buen seguro que nos arrojarían con los tiburones.

A continuación os dejamos algunas referencias para que comparéis tiempos y distancias:

  • Barcelona–Alejandría
    • En barco (3400km): 14-21 días.
    • A pie (5250km): 175 días.
    • Actualmente en coche: 2 días y medio.
  • Barcelona-Roma
    • En barco (pequeña parte a pie) (1150 km): 7 días
    • A pie (1321 km): 45 días.
  • Túnez–Génova
    • En barco (1100 km): 7-8 días.

Salta a la vista que, si no te mareas, siempre ha sido más eficiente viajar en barco: con una menor duración arriesgas y gastas menos. El único problema es que, cuando hay algún problema serio, suele ser absolutamente serio.

Si eres escritor o simple aficionado a la novela histórica estas pinceladas quizás te puedan ayudar a construir una imagen de lo que era viajar en otras épocas, pero si lo tuyo es la novela fantástica, sin duda la Historia puede ayudarte a construir tu mundo. Como hemos visto, las condiciones del viaje dependen de muchos factores, y tomando decisiones sobre ellos irás poco a poco construyendo un escenario con personalidad propia. ¿Un buen sistema de comunicaciones en una tierra con una fuerte autoridad o un mundo más anárquico en el que la gente se mueve de manera más salvaje? Puedes combinar los elementos de la realidad para componer el cuadro con los colores que tú quieras siempre y cuando armonicen entre ellos.

En esta ocasión hemos hecho un repaso bastante extenso sobre los viajes en otras épocas, aun que tratando de no entrar en excesivos detalles (es un tema sobre el que se investiga mucho y no dejan de publicarse trabajos). Esperamos que haya sido de vuestro gusto, y si alguien tiene un especial interés al final os facilitaremos algunas referencias.

¡Hasta la próxima!

Imagen de portada: medievalists

Referencias:

Orbis (*Web de la Universidad de Stanford que a modo de Google Maps calcula distancia, tiempo y coste del viaje que elijas a través del Imperio Romano)

Medievalists

Histórico Digital

En el fondo del Mar Mediterráneo

Historia y arqueología marítima

Eumed

Rutas Ramón Llull

Fronteras

La navegación

Muy interesante

EHow en español

La equitación 

Y si os interesa especialmente el tema aquí algunos títulos que quizás os sean útiles:

LADERO QUESADA, Miguel Ángel, El mundo de los viajeros medievales, Anaya, 1992.

DE LA IGLESIA DUARTE, José Ignacio, Viajar en la Edad Media, Instituto de Estudios Riojanos, 2009.

CASSON, Lionel, Travel in the Ancient World, John Hopkins University Press, 1994.

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