Como cada amanecer desde hace trece años, los ojos de Xeitos siguen fijamente los gestos de las manos que llenan el zurrón. Sentado junto a las piernas de Esteban, casi pegado, pero sin llegar a incordiar, las orejas tiesas y el rabo barriendo el suelo, zis zas, zis zas. La media hogaza, la cuña de queso, la bota de vino, la navaja en su funda… La mano encallecida y venosa se eleva hacia la viga y descuelga el chorizo. Xeitos se relame ruidosamente.
Esteban se cuelga el zurrón.
—Hay que ganárselo, Xeitos, chico.
Xeitos ya lo espera en la puerta. La chaqueta, la boina, la vara y afuera. El alba está brumosa y tan húmeda que se forman gotas en el pelo áspero de Xeitos. Aún no se ven los chopos, ni el pueblo, ni los montes más allá. En el establo ya se oyen balidos y Xeitos ladra suave, como avisando. Después marca la valla, en el sitio de siempre. Esteban abre la portezuela y las ovejas van saliendo en tropel, pero un par de ladridos y un rodeo y Xeitos ya las tiene ordenadas. Esteban da una voz y todas lo siguen, con Xeitos detrás.
La niebla los acompaña en la subida a los prados. El rebaño pronto adelanta a Esteban, que se ayuda de la vara y les va echando voces entre carraspeos. Xeitos camina a su lado y solo a veces se adelanta si algún cordero se despista.
—Bien, chico, bien, Xeitos —dice Esteban. Xeitos lo mira con los ojos brillantes.
Cuando llegan a la pradería Esteban jadea y se apoya en la vara y a Xeitos le cuelga la lengua y recoge un poco la pata de atrás. El sol está más alto y ha empezado a calentar y la niebla se ha ido retirando. Ya se ven los altos chopos que amarillean y la torre de la iglesia, y Xeitos alza las orejas con el canto lejano de un gallo.
Las ovejas se dispersan por la ladera. Esteban se sienta despacio en su piedra, bajo el roble, y Xeitos acude a su lado después de asegurarse de que ninguna se aleja.
—Bien, chico, bien —dice Esteban palmeándole el lomo. Xeitos se tumba en la hierba húmeda, apoya la cabeza en las patas, pero tiene las orejas altas y los ojos en el rebaño.
La mañana se va despejando y deja solo algunas nubes sobre los montes a lo lejos. El cielo tiene todavía el azul del verano. Las campanas llaman a misa y Esteban se quita la boina, saca la bota y le da un trago largo.
—Nos lo ganamos, Xeitos, ¿eh, chico? —dice metiendo la mano al zurrón.
Xeitos se levanta con un resorte y se sienta moviendo el rabo, zis zas, zis zas. Esteban se sonríe y saca el pan y la navaja. Corta una rebanada, las manos le tiemblan un tanto, y guarda la hogaza. Saca entonces el queso y lo corta en dos trozos. Después saca el chorizo y corta otros dos buenos pedazos. A Xeitos le cuelga una baba que sube y baja. Esteban se lleva el chorizo a la boca, le cuesta arrancar un trozo con tan pocos dientes, y mira a Xeitos como provocándolo. La baba gotea sobre la hierba, pero Xeitos no se mueve, los ojos fijos en el queso y el chorizo sobre el regazo de Esteban.
—Bien, chico, bien, Xeitos —dice dejando caer los dos pedazos.
Xeitos los engulle en dos mordidas y se vuelve a sentar mirando a Esteban, que todavía mastica su parte.
—Bien, chico.
Esteban le va soltando algunos trocillos de pan, la corteza del queso, un poco de chorizo, y Xeitos los localiza con el hocico entre la hierba y se los traga para volver a sentarse moviendo el rabo, y así hasta que Esteban se sacude las manos y bebe de la bota un buen trago. Xeitos se aleja, cojeando de atrás, marca un roble cercano y regresa. Se tumba con un sonoro suspiro y vuelve la atención a las ovejas.
El sol ya está en lo alto, del pueblo llega el eco de alguna voz, la brisa mece la hierba y arrastra el cencerreo de las ovejas. La sombra del roble titila con cada soplo. Junto al tronco asoman tres rocas, medio comidas por el musgo. Debajo, descansan los otros Xeitos que hubo antes que él.
Esteban hace a un lado el zurrón y se recuesta con un suave quejido sobre la hierba, la espalda apoyada en la piedra. Xeitos se le arrima un tanto. Esteban posa una mano sobre el cuello de Xeitos y enreda los dedos en el pelo áspero.
—Estamos bien, ¿eh, chico?
Xeitos responde con un runrún quedo y apoya la cabeza en el muslo de Esteban. Esteban le palmea el cuello y relaja la mano, que sube y baja con la respiración de Xeitos.
—Estamos bien —murmulla Esteban, y cierra los ojos—. Buena vida.
Con el discurrir de la tarde la sombra del roble se alarga y la luz va dorando el prado. El viento cambia, sacude los chopos y lleva hasta el pueblo los ecos de los cencerros. En el pueblo saben que es el rebaño de Esteban, y que Esteban estará arriba en el prado, bajo el roble, con su perro, hasta que el sol se esconda tras los montes a lo lejos. Al día siguiente sabrán, además, que no bajaron aquella tarde. Ni aquella ni ninguna otra, y son cinco las piedras que esconde ahora el musgo bajo el roble.
Add Comment